LOS PROBLEMAS DENTRO DE LAS CÁRCELES DE ASTURIAS

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Interior admite que las agresiones a los vigilantes del centro penitenciario crecen un 21%. El último año hubo casi el doble de incidentes que en 2011

RAMÓN MUÑIZDomingo, 21 enero 2018, 04:21

Hay muchas cárceles dentro de la cárcel asturiana. Está, por ejemplo, la de esa treintena de enfermos mentales. Sus dolencias les impiden ver la realidad como a los demás. Estos esquizofrénicos, bipolares y depresivos eran atendidos antes en los psiquiátricos, pero el cierre de La Cadellada eliminó esa opción. Ahora cuando delinquen terminan en prisión, junto al resto de violadores, asesinos y ladrones. No es la mejor influencia, y por eso los sanitarios procuran tenerlos separados de los demás, en el módulo de enfermería, entretenidos con talleres de manualidades donde se procura ignorar los gritos del enfermo de turno que se queja en su celda para llamar la atención. En su día familiares y colectivos sociales, convencidos del escaso sentido de esa reclusión compartida, propusieron que Asturias abriera un centro específico para ellos, con más psiquiatras, psicólogos, terapeutas. La idea llegó a lograr el aval del PP gijonés, pero murió por el camino.

Está también la cárcel que vivió Gonzalo Montoya. Ingresó el 27 de febrero de 2015, con una condena de dos años de privación de libertad por robo con fuerza en las cosas.La empresa de la que trató de llevarse veinte kilos de chatarra tasó el material en 3,6 euros. Entonces no tenía más antecedente que otra condena por conducir sin carné. Eso sí, arrastraba tres causas pendientes por palos de mayor enjundia que, paradójicamente, se irán saldando en los años siguientes con penas más livianas.

Montoya acumuló 1.044 días de encierro ininterrumpido. El informe psicosocial que rechazó darle permisos cree que hay «falta objetiva de suficientes garantías de hacer buen uso» de la salida. Le observaron «valores permeables al delito y adicción a drogas». En las entrevistas, reconocía que a los 16 años empezó con los porros y la cocaína «y que el consumo fue diario hasta su ingreso en prisión».

 

 

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El pasado 7 de enero dos médicos y un forense lo dieron por muerto, fue llevado en coche fúnebre, y demostró el error del diagnóstico poco antes de que se le hiciera la autopsia. Había sufrido un coma por sobredosis.Fuentes próximas a la investigación señalan que en las analíticas le detectaron rastros de hachís, cocaína, heroína, metadona y barbitúricos. En un recinto aislado, privado de libertad y bajo custodia, accedió a sustancias con una facilidad que no todo el mundo encuentra en la calle.

¿Cómo es posible? «La inmensa mayoría de la droga entra en los vis a vis y tras los permisos de salida. Los internos la introducen oculta en su cuerpo y esto dificulta la incautación. Es ocasiones es misión imposible», lamenta Luis Miguel López, del sindicato CSIF. Es uno de los diez trabajadores, vigilantes, y exreclusos entrevistados para conocer el ciclo de los estupefacientes entre rejas. La mayoría hablaron bajo la condición de anonimato para evitar represalias.

«Hace quince años había funcionarios que la pasaban;ahora no y lo tienen difícil para controlarlo», admite Víctor, exreo con otro nombre. Salió en 2016, tras más de una década de condena, y ha pasado por todos los módulos del centro. «Al que pillan ahora tras una salida es más porque hubo un chivatazo que otra cosa, por eso te mosqueas tanto si te trincan», dice. «El ‘soplón' queda marcado para toda la vida, es carne de cañón, pero todavía hay quien por obtener un beneficio se arriesga», dice.

Vigilar la puerta es clave. Lo usual es que quien meta la droga «enseguida se la da a un tercero, que la corta y la reparte entre otros que la almacenan, de forma que si no pillaste los 200 gramos de hachís en la puerta, luego lo que encuentras son minucias de 12 gramos», detalla otro de los vigilantes del centro. No es la única cautela. «El cabecilla rara vez es el que se pringa metiéndola, todo lo subcontrata a otros que se llevan su parte», agrega. El exrecluso matiza: «Pasa así pero también hay gente que se ve fuerte y lo hace por su cuenta porque cree que nadie se la va a quitar».

 

 Gráfico.

El sistema tiene herramientas para aislarse del exterior, pero dependen de un eslabón crucial: el funcionario de prisiones y los estímulos que reciba para hacer algo más que cubrir el expediente. El empleado de la cárcel sufre su propia condena, al convivir con una población reclusa que le desprecia, le pone a prueba y a la que se encontrará en la calle cuando salga en libertad.

Síndrome del quemado

Las consecuencias las investigó un equipo liderado por el profesor Francisco Javier Rodríguez-Díaz, de la Universidad de Oviedo:«La aletargada presión derivada de trabajar con los internos y mantenerse en estado de alerta, durante la mayor parte de sus labores, provoca agotamiento emocional y éste, a su vez, un decaimiento del rendimiento», recogen en uno de sus artículos. Observaron una mayor incidencia del síndrome del quemado en trabajadores destinados fuera de los módulos libres de droga (UTE). «Podría deberse al mayor agotamiento y estrés laboral, donde predomina la pérdida de interés por el trabajo y la aparición de actitudes y conductas negativas», sugieren.

Los 465 empleados públicos del centro asturiano suman otra desventaja. Los recortes han mermado su poder adquisitivo y los relevos. Hoy su edad media se sitúa en los 56 años, según datos de Acaip. «El que está mayor pasa a tareas burocráticas y deja el servicio interior, que se ha resentido», comenta uno de los funcionarios consultados. «En otros casos funcionarios de avanzada edad prestan servicio en departamentos con internos de cierta peligrosidad, sufriendo situaciones de grave riesgo», censura Luis Miguel López.

Al final, la única labor de prevención que se hace siempre es cachear por encima al recluso cuando sale de la habitación donde se encuentra con sus familiares o si vuelve de permiso.«Como mucho le pasamos la raqueta, pero poco más», admite uno de los empleados que se encarga de esa fase. Los portavoces de Instituciones Penitenciarias aseguran que también se registra a los familiares antes de los vis a vis «cuando hay sospechas fundadas», que hay «cacheos selectivos frecuentes a los internos toxicómanos o traficantes» y que la Guardia Civil mete en ocasiones sus perros para rastrear. La suma total de la droga incautada en los últimos tres años en el centro es de 1,37 kilos. «Así mismo, han sido intervenidos un total de 1.074 comprimidos», apuntan desde la administración.

«Se podría hacer mucho más para evitarlo; la verdad es que estamos al 20% de las posibilidades», confirma otro de los consultados. No es cuestión de presupuesto. El centro dispone de un ecógrafo capaz de detectar droga dentro del cuerpo «pero no lo usamos nunca». La prueba no necesitaría de autorización judicial, lo que sí ocurre con las radiografías. «En el aeropuerto te la hacen sin más, aquí el recluso tiene más derechos que el viajero», dice otro de los veteranos.

«Poco, malo y carísimo»

Una vez dentro, los estupefacientes son adulterados con otras sustancias para tener mas cantidad que vender. «Lo que te dan allí es poco, de mala calidad y carísimo», advierte un exrecluso. Los riesgos de la logística exigen su sobreprecio. El gramo de cocaína que en la calle se despacha a sesenta euros «lo encontraba a entre 150 y 200».Con la heroína «los precios son parecidos». La bellota de diez gramos de hachís que en libertad se distribuye a 50 euros «dentro le sacan de 150 a 170».

Para el pago hay varios formatos. «El que vende, lo que quiere es dinero en metálico, que es fácil de meter porque no salta en los controles», comenta el expreso. Hay otros arreglos. «Se puede pagar en tabaco, o con ropa, incluso desde fuera», añade un funcionario. Hay pagos por giros postales a familiares y amigos interpuestos y varios entrevistados confirman una triquiñuela que tiene a centros comerciales como víctimas involuntaria: «El consumidor, cuando sale de permiso, compra ropa en el establecimiento, se la deja a su familia, y vuelve dentro con el tique. Ese recibo lo entrega al ‘camello', como si fuera dinero. El traficante al salir recoge la ropa y la devuelve para cobrarse».

La metadona, a diario

La droga tiene también su circuito legal. Para los adictos a la heroína existe un programa de deshabituación a través de la metadona. El sustitutivo se les administra a diario, en formato líquido, y el reo debe tragárselo delante del enfermero.«A veces se ponen algodones y trapos para intentar llevarse sustancia con la que mercadear», confirma uno de los testigos.

Otra vía afecta a los antidepresivos, tranquilizantes y demás barbitúricos. Salvo CSIF, los sindicatos censuran que con la crisis se prescindiera del personal que distribuía las pastillas los sábados y los domingos. «Ahora les dan una bolsa para dos o tres días si el lunes es festivo, y les dicen, hale, tómatelas cada ocho horas. El que está enganchado se las come del tirón y el que no, las cambia por heroína», manifiesta un trabajador. «Muchas de las sobredosis que estamos teniendo vienen de ahí», asegura.

«Tienes que entender que allí el tiempo pasa muy despacio, y si no estás apuntado en ningún taller ni nada, lo que quieres es anestesiarte como sea», anota el exrecluoso. El problema es que la droga amarra el reo al círculo de adicciones y delitos que le han llevado a la prisión. «Hoy por hoy se hace casi imposible la rehabilitación y reeducación de los internos; no tenemos recursos y así no se puede trabajar. La prisión deja de cumplir su función principal, que es la reinserción», analiza el delegado de CSIF.

Candidato a reincidir

La deriva tiene resultados. Entre 2012 y 2016 fallecieron veinte presos en Asturias, nueve de ellos por sobredosis, la principal causa de fallecimiento. Este periódico consiguió documentación interna de Instituciones Penitenciarias sobre los incidentes en la cárcel. En 2016 hubo 131 agresiones a funcionarios, un 21,3% más que un año atrás. Si a ello se suma las peleas entre internos, el volumen de incidentes ascendió a 195, lo que es un 18,9% más que el curso anterior.

La violencia está en cotas máximas pese a que el centro tenga su menor número de presos. En 2016 el promedio fue de un incidente cada 6,5 internos, la peor frecuencia que se conoce. En 2011 por ejemplo había un parte de incidente cada 13,6 reos.

La droga tiene consecuencias dentro de los muros, pero también fuera. El profesor Rodríguez-Díaz analizó qué fue de los 574 individuos que salieron de las UTE tras completar toda la terapia entre 2005 y 2013. «Solamente ha reincidido un 16%», concluía el trabajo, publicado hace tres años. Es una tasa pírrica. Según el último informe de Acaip sobre la cuestión, si se observa a la cárcel asturiana en su conjunto, resulta que el 50,29% de los internos ya habían tenido estancias previas en la cárcel. Conclusión: a más terapia, menos posibilidades de que el recluso cometa nuevos crímenes al salir.

 

        Noticia de El Comercio 21/01/2018

 

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